EaEo, el espectáculo al que no pude entrar
A las diez y media de la vallisoletana noche del viernes, me
acerco a la Acera Recoletos para ver a la compañía EaEo,
circo-malabares según el programa, y ninguna otra información por
mi parte. Me parecía que un cuarto de hora de adelanto sobre la hora
estimada me permitiría, si no primera fila, quizá tercera o cuarta,
aunque fuera de pie.
Ya desde lejos percibo que mis cálculos -por dignificarlos con un nombre- han errado. Para empezar, la estructura cuadrangular que se eleva siete metros para soportar quizá un centenar de bombillas se halla rodeada por una doble barrera. La primera está compuesta de vallas, custodiadas por varios trabajadores y trabajadoras de la empresa organizadora, Delta Producciones, y dos vigilantes de seguridad de la empresa Vergasa. Entre esta y la segunda, un gran espacio vacío. La segunda la constituyen unas banquetas de madera, a modo de grada, donde ya se aposentan un par de cientos de personas, mientras una cola enorme se paraliza a la entrada.
Alrededor de la primera valla, la exterior, otro par de cientos de personas nos apelotonamos con la esperanza de poder ver algo a través de las cabezas.
-¿Qué hay aquí? -pregunta una señora, al parecer aún menos informada que yo.
-Malabares, creo, aún no ha empezado, pero mire la cola... -responde un joven con cara de circunstancias, justo en el momento en que la casualidad hace de las suyas y la entrada es cerrada firmemente, en medio de un intercambio de palabras entre los que cumplen con su trabajo y quienes se han visto tan cerca de cumplir sus deseos y los ven frustrados en el último instante.
Desde donde yo estoy, lejos de la entrada, escucho comentarios cercanos sin voluntad de privacidad.
-"Es una vergüenza, en una ciudad como Valladolid, mira todo el espacio que hay..."
-"Aquí no vamos a ver nada".
-"Espera, espera".
Pero el espectáculo no tarda en comenzar, anunciándose en francés, inglés y español, y rogando apagar los móviles y no hacer fotos o grabar vídeos. Por fin, el comienzo (no es textual, pero es bastande aproximado):
"Bienvenidos a este espectáculo que no sirve para nada. Es un homenaje a todas las cosas concebidas y fabricadas que no sirven para nada. Es un homenaje que no sirve para nada. Es un homenaje a los homenajes que no sirven para nada".
-¡Pero si es filosófico! -escucho a un joven acompañado por otros, de distinto sexo.
-Bueno, vamos a la Plaza Mayor a ver si vemos algo.
Mientras tanto, los niños y niñas llevadas allí por sus progenitores, los cuales no se resisten a renunciar a una noche de circo, muestran su aburrimiento, primero desde el suelo y luego desde los hombros de sus papis. El caso que más me llama la atención es el de un pater familias que logra llegar desde cuarta fila a la valla exterior, deposita a su retoño sobre ella y exclama ufano:
-¡Este es el que mejor lo va a ver!
-Sí, pero fastidias a los demás -apunta con razón su compañera (al menos compañera en ese momento, no indago en su relación).
El niño, enhiesto sobre la valla, sujetado con firme cariño por su padre, cumple a la perfección su papel, y se dedica a observar con envidiable abnegación algún punto situado muy lejos del escenario, entre la oscuridad que protege los árboles del Campo Grande, ajeno a todo lo demás, para escarnio de adultos.
Mientras esto sucede, una niña de unos ocho años le pide a su papá:
-Quiero ver...
-Claro, hay gente que lleva aquí desde las nueve, nosotros llegamos justos y quieres un sitio en primera fila -corta con firme razón el adulto.
-Me aburro.
Tras un cuarto de hora de no ver nada más allá de las espaldas de las suertudas y el extremo de alguna que otra maza de malabares, la multitud se va dispersando, en grupos o en solitario, aunque aún quedan unas cincuenta personas hablando de sus cosas; siempre hay despistados que se acercan.
Los aplausos y las risas, esporádicas, secundan una voz monótona desde la distancia.
Tras media hora, las vallas exteriores están casi vacías, pero la gente de dentro no abandona. En este momento empiezo a escribir estas líneas, y me quedo hasta el final, sentado en un banco. Las risas siguen llegando, los guardias de seguridad se mantienen en sus puesto con aspecto aburrido, los miembros de la organización conversan entre ellos y un trío de protección civil comenta sus cosas. Les entrevisto, claro, pero eso son otras entradas del blog.
Cuando todo termina, las 300 personas que decía el aforo salen sonrientes, opinan alegres sobre lo bueno que ha sido el evento y lo que les ha gustado. Yo no he visto nada, por lo que me identifico plenamente con la esencia del espectáculo.
Ignoro lo que han visto los demás, pero al día siguiente me acerco a las diez de la noche, una hora antes del comienzo de la fijada en el horario oficial para el comienzo. Ya hay una cola que cubre de sobras el aforo, grupos de gente tranquilamente sentada con sus bebidas y, aunque no puedo asugurarlo, comida. Bueno, quizá otro año, me voy a casa a descansar.
Texto: José Manuel
Ya desde lejos percibo que mis cálculos -por dignificarlos con un nombre- han errado. Para empezar, la estructura cuadrangular que se eleva siete metros para soportar quizá un centenar de bombillas se halla rodeada por una doble barrera. La primera está compuesta de vallas, custodiadas por varios trabajadores y trabajadoras de la empresa organizadora, Delta Producciones, y dos vigilantes de seguridad de la empresa Vergasa. Entre esta y la segunda, un gran espacio vacío. La segunda la constituyen unas banquetas de madera, a modo de grada, donde ya se aposentan un par de cientos de personas, mientras una cola enorme se paraliza a la entrada.
Alrededor de la primera valla, la exterior, otro par de cientos de personas nos apelotonamos con la esperanza de poder ver algo a través de las cabezas.
-¿Qué hay aquí? -pregunta una señora, al parecer aún menos informada que yo.
-Malabares, creo, aún no ha empezado, pero mire la cola... -responde un joven con cara de circunstancias, justo en el momento en que la casualidad hace de las suyas y la entrada es cerrada firmemente, en medio de un intercambio de palabras entre los que cumplen con su trabajo y quienes se han visto tan cerca de cumplir sus deseos y los ven frustrados en el último instante.
Desde donde yo estoy, lejos de la entrada, escucho comentarios cercanos sin voluntad de privacidad.
-"Es una vergüenza, en una ciudad como Valladolid, mira todo el espacio que hay..."
-"Aquí no vamos a ver nada".
-"Espera, espera".
Pero el espectáculo no tarda en comenzar, anunciándose en francés, inglés y español, y rogando apagar los móviles y no hacer fotos o grabar vídeos. Por fin, el comienzo (no es textual, pero es bastande aproximado):
"Bienvenidos a este espectáculo que no sirve para nada. Es un homenaje a todas las cosas concebidas y fabricadas que no sirven para nada. Es un homenaje que no sirve para nada. Es un homenaje a los homenajes que no sirven para nada".
-¡Pero si es filosófico! -escucho a un joven acompañado por otros, de distinto sexo.
-Bueno, vamos a la Plaza Mayor a ver si vemos algo.
Mientras tanto, los niños y niñas llevadas allí por sus progenitores, los cuales no se resisten a renunciar a una noche de circo, muestran su aburrimiento, primero desde el suelo y luego desde los hombros de sus papis. El caso que más me llama la atención es el de un pater familias que logra llegar desde cuarta fila a la valla exterior, deposita a su retoño sobre ella y exclama ufano:
-¡Este es el que mejor lo va a ver!
-Sí, pero fastidias a los demás -apunta con razón su compañera (al menos compañera en ese momento, no indago en su relación).
El niño, enhiesto sobre la valla, sujetado con firme cariño por su padre, cumple a la perfección su papel, y se dedica a observar con envidiable abnegación algún punto situado muy lejos del escenario, entre la oscuridad que protege los árboles del Campo Grande, ajeno a todo lo demás, para escarnio de adultos.
Mientras esto sucede, una niña de unos ocho años le pide a su papá:
-Quiero ver...
-Claro, hay gente que lleva aquí desde las nueve, nosotros llegamos justos y quieres un sitio en primera fila -corta con firme razón el adulto.
-Me aburro.
Tras un cuarto de hora de no ver nada más allá de las espaldas de las suertudas y el extremo de alguna que otra maza de malabares, la multitud se va dispersando, en grupos o en solitario, aunque aún quedan unas cincuenta personas hablando de sus cosas; siempre hay despistados que se acercan.
Los aplausos y las risas, esporádicas, secundan una voz monótona desde la distancia.
Tras media hora, las vallas exteriores están casi vacías, pero la gente de dentro no abandona. En este momento empiezo a escribir estas líneas, y me quedo hasta el final, sentado en un banco. Las risas siguen llegando, los guardias de seguridad se mantienen en sus puesto con aspecto aburrido, los miembros de la organización conversan entre ellos y un trío de protección civil comenta sus cosas. Les entrevisto, claro, pero eso son otras entradas del blog.
Cuando todo termina, las 300 personas que decía el aforo salen sonrientes, opinan alegres sobre lo bueno que ha sido el evento y lo que les ha gustado. Yo no he visto nada, por lo que me identifico plenamente con la esencia del espectáculo.
Ignoro lo que han visto los demás, pero al día siguiente me acerco a las diez de la noche, una hora antes del comienzo de la fijada en el horario oficial para el comienzo. Ya hay una cola que cubre de sobras el aforo, grupos de gente tranquilamente sentada con sus bebidas y, aunque no puedo asugurarlo, comida. Bueno, quizá otro año, me voy a casa a descansar.
Texto: José Manuel
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